Friday, October 21, 2005

Vi.Sitas

Desde esta cama veo llegar a muchas personas, que me observan y me despiertan, que hablan de mí como si no estuviera. Hago el papel de confesionario, debo confesar. Hablan sin ningún tipo de vergüenza ante mi respuesta que no esperan.
Aquí en mi cama con sondas entre las piernas he escuchado muchas cosas que me aterran. Creen, como han declarado mis “amigos” doctores, que me encuentro en un estado de coma sin vuelta, lo que no saben es que no todo lo que dicen tres guatones es ciencia cierta.
Escuché hace unos meses a mi señora, Eva, (entre moco y borrachera) decir que estaba con otro hombre porque no aguantaba más tiempo dormir sin otras piernas. Que me quería igual, aunque ya no pudiera acostarme con ella, que nuestro amor sería ahora diferente, como el que se tienen dos amigos.
Yo no sé qué se creía ella, ir a decirme eso con la sangre tan friolenta. Claro, no me movía, parecía muerto, pero era un ser humano al fin y al cabo.
Así es como me pasé los días observando, escuchando. Observado las miradas que por turno me acechaban: las de mis hijos, los ojos preocupantes de mi padre y muchas más; todas me reprochaban de alguna manera mi ausencia, hablándome con ese tonito de culpa siniestra, todos menos ella, claro.
Un día volvió mi señora, pero no sola. Vino con su amante, quería presentarme. Ni la cara se les movió, no tenían ni una pizca de vergüenza. Ella le hablaba de mí como si en la tumba hace años yaciera.
La mujer tonta no notó mi cara de descomposición mientras se daban un beso en mi misma pieza, ni tampoco notó cómo yo planeaba día a día la venganza que tanto dolor le trajera.
Sí, porque el “cariñito” de mi Eva tanto “cariñito” me tomó (yo creo que le gustó mi papel de sicólogo gratuito) que me visitó con suma frecuencia, revelándome entre algunas cosas que su relación con Eva era mucho anterior a mi accidente, tan esperado por ella.
Nadie advirtió mi lenta, pero segura recuperación (me hice amigo de la enfermera) y nadie entendió tampoco cómo apareció el desconocido amante de Eva muerto a los pies de mi cabecera.
Nadie excepto Eva, que sintió por fin cómo la culpa recorría sus venas.